Eduardo Cote Lamus termina su Diario del Alto San Juan y del Atrato con la siguiente nota:
“Todas las observaciones anteriores fueron hechas a raíz del viaje de la comisión de la Cámara de representantes por tierras chocoanas. La comisión estaba integrada por los rr. Machado, Lozano Garcés, Torres Poveda, Delgado, Restrepo, y el que estas notas escribe. En los archivos de la Cámara debe reposar un informe extenso sobre necesidades, problemas y soluciones para la redención de ese departamento”.
Ese informe del que habla habrá caído en el olvido por causas esperables: la desidia de los políticos, el racismo, la indiferencia histórica con la que el centro andino del país ha tratado a las sociedades que han crecido en las costas de ríos y mares. El Diario, en cambio, se ha seguido publicando casi 70 años después de la expedición de congresistas de 1958 en la cual fue concebido. Un ejemplo de cómo los relatos pueden anteponerse a la aridez de los reportes burocráticos: un relato contiene una verdad esencial que no se sustenta en la presentación de datos supuestamente objetivos, sino en la fuerza de la palabra evocadora.
Por eso mismo han sobrevivido, por encima de cualquier informe, las crónicas que García Márquez publicó en El Espectador sobre Quibdó, Istmina y Andagoya (seguramente más conocidas que el Diario), hechas con la intención de explorar “las intimidades humanas” del Chocó durante el paro cívico de 1954, cuatro años antes del recorrido que hizo Cote Lamus. Gabo pintó un fresco sobre el aislamiento y el abandono del Chocó que hoy se usa con frecuencia como muestra de que allí poco o nada ha cambiado desde entonces. Son textos caracterizados por la paradoja (“la carretera de Yuto a Cértegui, que no pasa por Yuto, tampoco pasa por Cértegui”) y la desmesura que luego le dio un sello a sus ficciones (“Donaldo Lozano asegura que hace tres meses abrió el grifo de su casa y por él salió el hollejo de una serpiente”).
Son varias las similitudes de esas crónicas con el Diario de Cote Lamus: ambos autores se valieron del relato de viaje, ambos buscaron darle a conocer al centro del país el abandono del Chocó y ambos escribieron con el asombro de quien ve algo por primera vez.
En Cote Lamus, sin embargo, hay una característica exaltación del paisaje, a diferencia del papel que este cumple en las crónicas de Gabo, donde aparece como contexto. Cote no solo vio los ríos y la selva para decir que ahí estaban; se los tragó, los rumió y los devolvió hechos de música desde la primera línea. El libro arranca así:
“El río es mil veces un arco. Porque el río no es sólo el andar, el oro del fondo, el platino del subfondo, el verde compacto de las riberas: es el rey de la selva. Y sabe comportarse según su rango. Cordial: abre sus aguas, se expande igual que los brazos en ademán de abrazo, se hace límpido, tierno, deja ver las piedrecillas del fondo; es plano, uno que otro corrental, para hacerse en la curva siguiente la mano crispada, lista al ataque, cerrado, enigmático como las rayas de las palmas”.

La exaltación poética del paisaje que hace Cote Lamus no se debe solo a su sensibilidad para transmitir el asombro que le generó una tierra que desconocía. Se entrelaza además con la denuncia por la explotación que ejercían empresas extranjeras en el Chocó, así que sirve como medio para acentuar la indignación del autor y reforzar su denuncia por la destrucción de ese paisaje.
El daño es mayor —parece decir— cuando se daña lo bello.
“Pero Condoto es un pueblo de mineros pobres. Algunos tienen todavía pequeñas propiedades surcadas de canales que inundan y que reparten sobre las zonas auríferas, y allí, sobre la tierra, con la espalda inclinada bajo el duro sol, mueven su batea hora tras hora hasta que el mineral por gravedad se reúne en minúscula gota en el fondo. Pero el ‘barequeo’ tiene una terrible competencia: la draga, que sí sabe, que sí conoce, que no le tiene respeto a la tierra ni al río, que no padece hambre y cuyos músculos de acero cumplen la tarea sin cansancio”.
“Poderosas grúas recogían los troncos que flotaban y atados por fuertes cadenas eran izados. Los grandes troncos en el aire, iluminados por reflectores, parecían monstruos vencidos cuyos cadáveres fuesen el botín de la victoria. Las maderas se colocaban, después del laborioso trabajo, en el sitio exacto. El barco estaba casi al tope y al día siguiente zarpó rumbo a los Estados Unidos”.
Ese paisaje constantemente acechado por algún peligro descubre el pesimismo con el que Cote se fue del Chocó. Que era, aparentemente, igual o mayor a aquel con el que había llegado. Su virtuosismo hace del Diario un libro realmente bello por la sensibilidad que despide, pero muestra que la descripción de la belleza no es necesariamente una apuesta por la celebración.
Cote Lamus no halló razones para la fe.
¿Había, hay lugar para la fe en el Chocó?
Su Diario y las crónicas de García Márquez parecen referentes de que no es posible, sobre todo por el efecto que producen cuando se compara el Chocó de entonces con el de ahora. Nada-ha-cambiado.
En los textos de Gabo, sin embargo, hay una reflexión que por conveniencia o simple falta de atención se ha dejado a un lado. También por su falta de truculencia, supongo, porque no se compara con sus menciones a la ausencia de carreteras y de acueductos. Con distintos gestos, Gabo resaltó el espíritu comunitario de los habitantes del Chocó. Lo definió, por ejemplo, como “una antigua y extensa casa de 100.000 parientes”; el título para su crónica del recorrido entre Quibdó e Istmina fue Una familia unida, sin vías de comunicación; apuntó que “desde las bocas del Atrato hasta las del San Juan, no hay un solo pueblo con restaurante: cada viajero come donde el primo de su tía, y duerme donde su cuñado o donde el cuñado de su cuñado”. Y el acuerdo con el que terminó el paro cívico que tenía a ese departamento en medio de protestas —que fue el motivo de su viaje hasta allá— lo sintetizó así: “El pacto político que acaba de suscribirse es, por eso, más que un pacto político, una reconciliación familiar”. No eran meros juegos de palabras. Esos apuntes captaron cómo en medio de la precariedad persistía una esencia comunitaria que incluso le sirvió a él para descifrar la solución que se le había dado al conflicto. De esa esencia están hechos desde los rituales fúnebres hasta la música. La visión del mundo.
Cote Lamus no captó la capacidad de agencia del hombre y la mujer chocoanos. Vio, en cambio, solo postración. El Diario termina así:
“…he comprobado que el Chocó es un cuerpo de negro lanceado por las armas fluviales de las lluvias y los ríos, desnutrido, abandonado a las enfermedades y a las plagas, tragado por la selva y la codicia y bajo el duro sol”.
“Lanceado por las armas fluviales de las lluvias y los ríos”, “tragado por la selva”… Cote Lamus ni siquiera se permitió la fe en el paisaje que sublimó.
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Eduardo Cote Lamus. Diario del Alto San Juan y del Atrato. Frailejón Editores, 2017.
